Temes a la guerra y a los
rumores de guerra, temes a la enfermedad. Temes no ser reconocido. Tiemblas al
mirar a alguien a los ojos, sin embargo anhelas ese afecto llamado amor.
Cuestionas cada cosa buena que te sucede y dudas que te vuelva a suceder. Te arrastras en la plaza del mercado en busca de
la fama y el éxito, el oro, las rupias, los dracmas y los dólares. ¡Ah! Sólo por un poco de
alegría.
Tus pensamientos te han
llevado a la desesperación, a creerte indigno. Tus pensamientos te han llevado
al fracaso y a la enfermedad. Te han llevado hasta la muerte. Todas estas cosas
las has creado tú. Pues el ardiente
creador dentro de ti, que tiene el poder de tomar un pensamiento y crear universos, o situar
estrellas incandescentes en los cielos durante una eternidad, se ha atrapado a sí mismo en la
creencia y el dogma, en la moda y la tradición, pensamiento limitado tras pensamiento limitado
tras pensamiento limitado. Y es tu propia incredulidad la que no te ha
permitido vivir.
¿En qué no crees? En todo
lo que no puedes percibir con los sentidos de tu cuerpo, en todo lo que no puedes ver, oír, tocar, probar u oler.
Enséñame una creencia, ponla en mi mano. Enséñame una emoción, quiero tocarla.
Enséñame un pensamiento, ¿dónde está? Muéstrame tu actitud, ¿qué aspecto tiene? Muéstrame la
imagen del viento. Y muéstrame el tiempo, el mismo que te ha robado los preciosos momentos de
tu vida.
Has desconfiado de los
mayores regalos de la vida; y por eso no has permitido que ocurriera un entendimiento
más ilimitado. Vida tras vida, existencia tras existencia, te has sumergido de tal manera en las ilusiones de este plano, que
has olvidado el maravilloso fuego que fluye dentro ti. En diez millones y medio de años
has pasado de ser una entidad soberana y todopoderosa, a estar totalmente perdido en la
materia, esclavizado por tus propias creaciones del dogma, la ley, la moda y la tradición;
separado por país, fe, raza y sexo; inmerso en los celos, la amargura, la culpabilidad y el
miedo. Te has identificado de tal manera con tu cuerpo, que te has atrapado en la supervivencia y
olvidado de la esencia invisible que realmente eres: el Dios que vive dentro de
ti, que te permite crear tus sueños, cualquiera que elijas. Has rechazado abiertamente la inmortalidad; y por
eso, morirás, y volverás aquí, una y otra y otra vez. Por eso, aquí estás de nuevo, después de
haber vivido durante diez millones y medio de años y aún te aferras a tu incredulidad. Dios,
la totalidad del pensamiento, es un gran teatro, en verdad. Y él permite escribir tu propia obra y
representarla acto tras acto sobre el escenario. Y cuando cae el telón, cuando se dice la última
palabra y se hace la última reverencia, mueres. ¿Por qué razón? Porque tú, el creador supremo de
leyes, crees que lo harás.
Esta vida es un juego; una
ilusión. Todo lo es. Pero nosotros, los actores, hemos llegado a creer que es la única realidad. Sin embargo,
la única realidad que siempre ha existido y siempre existirá es la vida, una esencia de
ser libre y siempre continua que te permite crear tus juegos de cualquier manera que los quieras jugar.
Cuando te des cuenta de que
tienes el poder con tus pensamientos de situarte en la ignorancia, en la enfermedad y en la muerte,
también te darás cuenta de que tienes el poder de llegar a ser más grande simplemente abriéndote
hacia un flujo de pensamiento más ilimitado que te permita tener mayor genio, mayor creatividad,
y vivir para siempre. Cuando te des cuenta
de que el Dios que creó el cuerpo en un principio es el poder que está dentro
de ti, tu cuerpo nunca envejecerá ni
enfermará, y nunca perecerá. Pero mientras te aferres a tus creencias
y limites tu pensamiento, nunca experimentarás la infinitud que dio la gloria
al sol de la mañana y el misterio al
cielo del atardecer. (Ramtha)