La sexualidad es biológicamente natural y, por lo tanto, toda actividad sexual hecha de mutuo acuerdo y sin perjudicar a nadie es objetivamente lícita. De hecho, la sexualidad nos atrae por ser placentera, divertida y afectiva, además de servir como forma de comunicación y relación entre los seres humanos.
Afectivamente, todos tenemos necesidad de sentirnos acariciados pero, en la medida en que reprimimos esa necesidad a causa de la mutua desconfianza y las normas sociales, vamos generando bloqueos emocionales que nos causan insatisfacción y un malestar que acaba somatizándose tanto en enfermedades físicas como mentales.
El poder político-religioso dicta normas de comportamiento para mantener a la sociedad estructurada, incluyendo qué conductas sexuales son apropiadas y cuales no, y cuándo lo son. Lamentablemente, no se utilizaron solo los criterios objetivos del orden y la justicia social para establecerlas sino que se hicieron también argumentaciones morales de orden subjetivo. De ese modo, lo que debería haber sido una regulación de la conducta sexual a nivel público, llegó a ser una intromisión también en la vida sexual en el ámbito privado e íntimo.
Hasta tal punto llegó la manipulación ideológica que, esa educación moral impuesta y subjetiva, llegó a grabarse a fuego en el inconsciente colectivo del ser humano; creándole un conflicto malsano entre su naturaleza biológica y su educación cultural.
(La idea de que ser una mujer liberal es sinónimo de ser viciosa o prostituta, representa el triunfo de una educación castrante, surgida para controlar el poder desestabilizador social de la sexualidad femenina desinhibida. Como consecuencia de estos prejuicios, de una sexualidad inocente se pasa a una sexualidad vivida con una culpabilidad que pide castigo, o con desesperación existencial que lleva a una superficialidad insatisfactoria).
En la sexualidad natural hay dos fases, la de excitación –equivalente a la fase de estrés- y el orgasmo –necesario para impedir que la fase de estrés se prolongue indefinidamente, lo que resultaría perjudicial para nuestro sistema nervioso y la salud en general.
Cuando, por las razones que sea, teniendo deseo sexual hemos de reprimir nuestra sexualidad natural, actuamos en contra de nuestra programación biológica y la fase de excitación-estrés continúa activa. Si esa situación se prolonga en el tiempo, ese perjudicial estrés se cronifica.
Fuente:https://psicodescodificacion.com