Cuando percibimos la presencia de una circunstancia estresante que nos amenaza en algún sentido (cuyas consecuencias no podemos predecir ni controlar), el sistema nervioso primitivo, el sistema nervioso simpático, se pone en marcha y el cuerpo moviliza una cantidad enorme de energía en respuesta al factor estresante. A nivel fisiológico, el cuerpo dispone al momento de los recursos que va a necesitar para afrontar un peligro inminente.
Las pupilas se dilatan para que podamos ver mejor; el ritmo cardíaco y la respiración se aceleran para que podamos correr, luchar o escondernos; el organismo libera glucosa al torrente sanguíneo con el fin de que nuestras células dispongan de más energía y la sangre se desplaza de los órganos internos a las extremidades para que podamos movernos con rapidez, de ser necesario. El sistema inmunitario se dispara y luego decae, según la adrenalina y el cortisol inundan los músculos con el fin de proveerlos de la descarga de energía que necesitan para escapar o eludir al estresor. La circulación abandona el cerebro anterior, nuestro cerebro racional, para dirigirse al cerebro posterior, de modo que perdemos capacidad de pensar creativamente a la par que se activan nuestros instintos para que podamos reaccionar con celeridad.
En cualquier ocasión, nocivas sustancias químicas inundan el cerebro y el cuerpo, igual que si el desastre se estuviera repitiendo una y otra vez. De ahí que la mente no deja de registrar el suceso en la memoria, y el cuerpo experimenta esos agresivos procesos químicos a razón de unas cien veces al día. Al recordar una experiencia repetidamente estas encadenan al cerebro y el cuerpo al pasado sin darte cuenta.
Nos basta recordar un episodio perturbador del ayer o tratar de controlar un mañana impredecible para provocar grandes desequilibrios fisiológicos en el cerebro y el organismo.